En el libro tercero de “Política”, Aristóteles analiza el sentido de la vida cívica. En esa obra presenta un planteo que en la actualidad, y especialmente en la Argentina, puede resultar sorprendente. En una república, aun en la perfecta, en la sociedad modélica, no es posible que todos los ciudadanos posean las virtudes –hoy diríamos los valores- que hacen de alguien una persona de bien. Pero lo que no debe faltar a nadie es la virtud cívica, la propia del ciudadano, cualquiera sea su posición en la sociedad. Los miembros de la ciudad –continúa el argumento- se parecen a los marineros de una nave, en la que todos tienen habilidades y funciones diferentes, pero todos concurren a procurar un bien común: que el barco no se hunda y llegue a puerto. Lo mismo pasa con los países. No se identifican la virtud del buen ciudadano y la del hombre bueno, porque es imposible que todos los ciudadanos sean personalmente virtuosos aunque la vida política sea buena; pero sí corresponde que cada uno obre bien en lo que se refiere a su acción comunitaria y esto es propio de la virtud del ciudadano es cuanto ciudadano
Pero ¿qué ocurre si una sociedad sufre, en la mayoría de sus miembros, la carencia de las virtudes morales y de las cívicas? Aristóteles no contempla esta eventualidad. Si tal circunstancia conjetural se cumple, el país se hunde en la decadencia, de la que no es fácil resurgir: la salida exige una especie de cambio análogo a lo que en lenguaje cristiano se llama conversión. Insisto en que en la hipótesis se trata de una mayoría, no de la totalidad de la población; esto –una corrupción total– no parece imaginable. Corruptos nunca faltan, y pueden ser muchos. El Papa Francisco ha llamado a la corrupción “cáncer social” y considera que está profundamente arraigada en muchos países, en sus gobiernos, empresarios e instituciones, cualquiera sea la ideología política de los gobernantes (Evangelii gaudium, 60).
La prudencia es atributo necesario de un ciudadano cabal, con mayor razón es la virtud por excelencia del gobernante; del bueno, claro está, que se caracteriza por la sabiduría práctica, sentido de la equidad, coraje y sobriedad. La población, en su ejercicio de las obligaciones cívicas, no tiene por qué contagiarse de los defectos ostentosos de la clase política. Las virtudes –los valores, sin olvidar la dimensión religiosa- son la base del auténtico civismo, del celo por las instituciones de la república y por los intereses de la patria. Como expresa el viejo dicho: a quien le quepa el sayo, que se lo ponga. Diversamente y al menos un poco, nos cabe a todos. En eso, en asumir la parte que le corresponde en el destino de la “polis”, consiste concretamente la condición de ciudadano.
Artículo extraído de:
La voz del Peregrino
Ejemplar Julio 2016
Autor: Héctor Aguer, arzobispo de La Plata