Competencia sin valores

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Fue la primera vez en mis más de cuarenta años, que tuve la oportunidad de conocer esa legendaria cancha de fútbol, pasión de la mitad más uno.

En realidad la invitación fue para mis hijas. Sus nietas. Yo fui como simple acompañante y testigo de un legado que pasa, como en muchas familias, de generación en generación.

La visita comenzó por el Museo, que más allá de exhibir reliquias, emana desde esas paredes parte de ese sentimiento que sólo puede experimentar el verdadero “hincha”, algo así como se percibe la diferencia en sensaciones que experimenta la madre, en el preciso momento que está dando a luz; y el padre, que la acompaña como un simple espectador.

El joven guía que nos tocó en suerte desbordaba felicidad y pasión. Desconozco si por su trabajo, o por el amor a su equipo, o por ambas cosas. Sea como sea, su trabajo fue excelente. Lograba transmitir en pocas palabras lo indecible. En un momento nos invitó a saltar en la tribuna al grito de “Goool”, que si bien no fue auténtico, pretendía ser una aproximación a ese éxtasis que transporta su eco interminable. Ese fue el clímax. Lástima que no terminó ahí.

Fue entonces cuando remarcó que ellos no eran muy amables con sus adversarios. Debido a ellos, comentó que los ponían en aquella la tribuna alta, arriba de todo, donde parece que parado uno casi sólo puede mirarse pies. Una tribuna que es castigada por el sol durante todo el día y si por cuestiones meteorológicas esto no sucede, como se encuentra más cerca del río, el viento y la lluvia hacen lo suyo. Es el lugar ideal para desmotivar a cualquier otro que piense distinto.

Aunque esto es todo, continuó. También tenemos algo preparado para los jugadores del equipo contrario. ¿Saben lo que es? Dijo con cierto sarcasmo ¿Ven ahí donde están parados Uds.? Ahí va nuestra hinchada. Cuando saltan todo el estadio se mueve como si fuera por un sismo, justo ahí abajo están los vestuarios de nuestros adversarios. Así no pueden descansar ni recuperarse. Somos un jugador más a los once que están en la cancha. ¡A no parar de alentar!

Por último, se atribuyó una mal entendida paternidad, por lo menos en los términos en que lo entiendo yo, que como padre pretendo darle lo mejor a mis hijas. Al final, sentí que la visita me dejó ese sabor amargo que deja el trato desigual y la falta de valores. Junto a la pasión deportiva, sin darnos cuenta, estamos construyendo una sociedad intolerante y con principios trastocados. Que entremezclados con los sentimientos más profundos son transmitidos de generación en generación.

 

Artículo extraído de:

La voz del Peregrino

Ejemplar Mayo 2015

Autor: Diego Rimmaudo

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